29 nov 2008

El despertar de toda la ciudad.

Olvidé comentar que me gusta madrugar. El insomnio ha hecho nacer en mí un cierto odio hacia la cama. Cada vez tardo menos en levantarme, frustrado por no encontrar una postura cómoda una vez despierto, a eso de las cinco de la mañana. Me ducho, me visto y recorro la ciudad en ayunas, encontrando un kiosco tempranero donde comprar el periódico del día, con la tinta aún fresca.

Me gusta sentarme en un banco, con el periódico bajo el brazo y una gorra a cuadros encajada sobre la cabeza. Me convierto en un testigo impertinente del despertar de toda la ciudad.

Veo levantarse de manera casi simultánea cientos de persianas en cientos de balcones, y admiro el revoloteo de gorriones sobresaltados que aprovechaban el silencio de la ciudad para dormitar en los balcones. Imagino el sonido de la multitud de aparatos de radio que habrán despertado a quienes tras las ventanas, ahora, han encendido las luces. Hombres, por lo general, que entran a la ducha, dejando a su mujer desperezándose entre las sábanas y mantas, preservando el calor de toda la noche. Fantaseo con las decenas de heridas que los somnolientos ejecutivos se practican torpemente y en contra de su voluntad, dibujando en su cara la marca de las cuchillas de afeitar. Llegan a mí los vapores, los olores a champú que se mezclan con el del café y las tostadas. Oigo el rugir de las cafeteras, el tintineo de las cucharillas que se afanan en mezclar el café con el azúcar, la leche con el chocolate. Todo gira en torno a la tranquilizante normalidad de la rutina.

En este punto, un extraterrestre verde y amarillo se abalanza sobre mí. Su tamaño es el doble que el mío, y por si fuera poco va provisto de unas herramientas agresivas, fabricadas con cierto material que produce un sonido tremendamente exasperante. Apenas consigo protegerme con el brazo, el extraterrestre gira sobre sí, se acerca a una especie de nave nodriza en la que guarda otras armas y opera en ella. Intento leer los signos que aparecen plasmados sobre la nave, y consigo descifrarlos con pasmosa facilidad. Son letras latinas, como las que utilizamos tú y yo.

Entonces caigo en la cuenta. El extraterrestre no es tal, sino un barrendero municipal. Su herramienta agresiva, un rastrillo. Y su nave nodriza, un carrito. Decido desayunar antes de salir de casa, por si las moscas.

28 nov 2008

Un adiós inesperado es como encontrar el rollo de papel higiénico acabado y no poder levantarte por uno nuevo. El sentimiento de impotencia en ambos casos viene a ser parecido.

22 nov 2008

Tras una tarde pseudofilosófica...

Hace tiempo me pregunté, condicionado por la presión que en esta época de nuestras vidas parece invadirnos, cuál es la causa por la que todos mis coetáneos (o, cuanto menos, el noventa por ciento de ellos) desconocen cuál será la carrera que empezarán a cursar en diez meses vista, la cual marcará su vida de aquí en adelante. Creo haber encontrado la respuesta. Cada uno, luego, es libre de opinar, de indignarse o de ciscarse en mis muertos, a elección del demandante. Pero es evidente que existe una enorme diferencia entre la mentalidad de aquellos próximos a los dieciocho años ahora y su forma de ver el mundo hará cuarenta o cincuenta años. Eran otros tiempos.

Entonces los jóvenes no tenían opción. Un mundo en blanco y negro en el cual la opresión pública y la falta de albedrío jugaban un papel fundamental en las no-decisiones de los ahora vejestorios. A, B y, con suerte, C eran las opciones con las cuales contaban por aquellos años. No sabían qué era el mundo. Vivían engañados. (Aunque muchas veces ésa es la mejor forma de ser feliz, rememorando otro de los temas surgidos durante la tarde pseudofilosófica.)

La censura, la falta de recursos o la ausencia de tecnología reducían a la mínima expresión las posibles aficiones. Lecturas de tediosos clásicos sin emoción alguna les obligaban a idear estúpidas aventuras a lomos de un caballo disparando a malvados indios o a bordo de barcos de guerra. Irreales muñecas de porcelana despertaban el sentimiento maternal de generaciones enteras de niñas, que ni siquiera soñaban con estudiar. La vida social se reducía a un partido de fútbol entre dos zagales, tan absurdo como decadente, al utilizar chapas de botellas desconchadas por el uso. Cada niño se encerraba en sí mismo, perfilaba sus pasiones y con los años se daría cuenta de que la cohibición le impidió disfrutar de una juventud al uso actual, condicionando su futuro estudio a aquello por lo que sentía afición. ¡Qué disparate!

Ahora, por suerte, las cosas han cambiado. Televisión, videojuegos, Internet. Esto sí que es libertad. Sí, señor. Somos capaces de conocer todo aquello que se nos ocurra. Los medios de comunicación nos ofrecen un sinfín de posibilidades, educándonos en materias indispensables como son las artes marciales o carreras de coches. La educación, antes atribuida por error a cada padre, corresponde ahora de manera universal a Bill Gates, Ronald McDonald o Spiderman. Por fin somos educados todos por el mismo rasero. Ya no conocemos a don nadies como Julio Verne, Robert Louis Stevenson o Daniel Defoe y nos entregamos por completo a la adoración de grandes figuras como David Beckham, Melendi o Matt Damon. Jóvenes de todas las edades cultivamos nuestra amplísima vida social (que se convierte, como debe ser, en nuestra mayor prioridad) a través de magníficos chats, cuya seguridad nadie pone en tela de juicio. Las niñas, en su edad difícil, dejan de creer en tontos cuentos de hadas y en príncipes azules para depositar su fe en cadenas de mensajes electrónicos, las cuales auguran terribles catástrofes al ser rotas.

Con este panorama, los niños y los adolescentes disfrutamos de una de las mejores etapas de nuestra vida, la más imaginativa, la más inconformista, la base de nuestra personalidad. La ocupamos por completo en jugar a ser mayores sin serlo. Fingimos ser personas maduras, capaces de tomar decisiones, independientes a la hora de salir de casa. Sin embargo, al llegar a los diecisiete o dieciocho años, nos encontramos con que somos incapaces de planear nuestro futuro. No nos vemos en edad de tomar ciertas responsabilidades sobre lo que determinará nuestra vida. ¿No éramos maduros? Oh, sí, claro. Por descontado. Pero yo voy a meterme en el Tuenti, y luego pondré Telecinco. A ver qué echan…

21 nov 2008

Las chicas no callan.

Descubrí que las muchachas de diecisiete años poseen una capacidad verbal de tal magnitud que su cerebro las impulsa a ejercitarla cada veinte segundos.

Carlos Ruiz-Zafón, El juego del ángel.