21 jul 2009

Por siempre un niño

–Ils ne poursuivent rien du tout, dit l'aiguilleur. Ils dorment là-dedans, ou bien ils bâillent. Les enfants seuls écrasent leur nez contre les vitres.
–Les enfants seuls savent ce qu'ils cherchent, fit le petit prince. Ils perdent du temps pour une poupée de chiffons, et elle devient très importante, et si on la leur enlève, ils pleurent...
Antoine de Saint-Exupéry, Le petit prince.

No quiero caer en tópicos peterpanescos. No voy a decir que quiero ser por siempre un niño. No quiero desearlo porque espero serlo. Sí. O mucho cambian las cosas por aquí dentro, o nunca voy a dejar de ser uno de esos niños ingenuos que pierden el tiempo buscando y encontrando su paisaje desde el tren, su muñeca perfecta, su zorro domesticado, lo más importante para ellos. Espero que nada cambie mi manía de dedicarme a alguien, de convertirlo en algo para mí. Como esa rosa del cuento, igual a todas las demás. No dejaré que sea igual que el resto. En lugar de encontrarme con cien mil ‘algos’ iguales por el camino, perderé el tiempo con uno. Y el tiempo perdido lo hará especial. Una rosa, un zorro, una muñeca de trapo. Mis amigos, lo que me rodea, algo mío. Algo propio. Y es por eso que, si me lo quitan, si dejo de tenerlo, lloro como un niño. Y, ¿sabéis qué? Me encanta.

17 jul 2009

Oda a un lugar

Nunca ha existido un lugar igual y poca gente tiene la fortuna de haberlo pisado. Se lo recomendaría a todo el mundo pero no se lo recomiendo a nadie. Quizá por egoísmo. No podría soportar que nadie estropease aquello. Ya sólo el jardín de mi casa es una especie de edén, apartado del mundanal ruido, como anhelaba el poeta. Nunca hubo despertar tan dulce como el que obligan los pajarillos apostados en las ramas frente a mi ventana. No hubo tan apacible desayuno como el de tomate de la huerta, a la sombra del pino, amenizado por el runrún de la acequia.

El frescor del interior de la casa supone un buen refugio en los largos días de agosto. Siempre a media luz, en el salón se mezcla el aroma de la albahaca de los jarrones con los restos de la chimenea, del último fuego en abril. Mi perfecto refugio para leer después de comer. En aquellos sillones he devorado desde Lope de Vega hasta Delibes, pasando por Galdós o Unamuno. Y aunque la bodega, bajo la casa, siempre me ha infundido respeto, mentiría si dijese que no me gusta ese aire enrarecido por el vino y el aceite.

El paseo desde la casa hasta el pueblo resulta delicioso. Es un placer caminar algunos minutos por el camino paralelo al río, entre chopos y laureles. Sólo queda cruzar el río y tirar algunas piedras hasta escuchar un ecoico “plof”, bajo el potente sol veraniego. Es reconfortante pasear por sus calles. A pesar de ciertas cuestas endiabladas, como la Abadía o Santa Ana, la tranquilidad reinante en el resto de calles y plazas compensa los esfuerzos. Los rinconces de Híjar huelen a pólvora, a tomillo. Suenan a tambor y a bombo, saben a huerta. En cada puerta me espera la sorpresa de encontrar a alguien con una sonrisa y un saludo para mí, para el forastero.

El día en que prefiero aislarme, siempre tengo la opción de subir al Carmen, la ermita de paredes encaladas que brilla desde lo alto, cercada por pinos piñoneros. En el camino hasta ella, mil flores en las jardineras hacen las veces del perfecto escaparate de todos los colores existentes. Un trago de agua fresca en la fuente y de vuelta a casa.

Y cuando la noche se cierne y llega la fresca, el paseo es inexcusable. Subir al Calvario o al Castillo deja de ser un tormento para convertirse en una travesía agradable y entretenida. La generosidad se personifica en las diversas tertulias de vecinos que se han echado a la calle con sus sillas para disfrutar del suave cierzo y, de paso, disfrutar de un buen vino o de un poco de queso. Las calles, silenciosas, dormitan esperando la madrugada, cuando son invadidas por olores a chusco y torta del horno de leña más cercano.

Adoro mi pequeño paraíso turolense.

2 jul 2009

Hatajo de descerebrados

Hasta esta tarde no me había venido a la cabeza. No lo había pensado. Aunque no se me ha ocurrido a mí solito: me lo ha tenido que hacer ver la ingenua afortunada, como me gusta llamarla. Evidentemente, he disimulado. ¡No iba a dejar que pensase que jamás había caído en algo tan llamativo! La cosa es que, en referencia a esto del blog, me ha hablado de la vergüenza o la carencia de ella al hablar de lo que nos preocupa, de lo que sentimos o de aquello que pensamos de esta manera tan abierta.

Y es que es cierto. Parece que los dedos se nos van solitos, de tecla en tecla, expresando eso que tenemos guardado dentro de nosotros con mucha mayor facilidad que si las palabras saliesen por la boca. Por escrito nos atrevemos a contar aquello que no diríamos, a pesar de que sea más costoso en lo que a tiempo y empeño se refiere. Quizá perdamos la vergüenza en el momento en que ya no somos una cara y una voz, sino un puñado de cifras identificatorias y, con suerte, incluso algunas letras. Puede ser que nos sintamos protegidos por esa especie de escudo. O que una vez que publicamos algo, el escrito ya no nos pertenezca, ya no nos identifiquemos con ello (¿alienación?, ¡más no, por favor!).

Aunque es posible que nada de esto suceda, que simplemente seamos un hatajo de descerebrados sin pudor que no tiene vida interior, que al menor atisbo de sentimiento o reflexión agarramos un bolígrafo, una libreta, un lápiz, el móvil, la parte de dentro de los cartones de cereales (¿qué?, cada uno tiene su espacio...), seguros de encontrar en él una fuente de inspiración para escribir bien un pensamiento a bocajarro, bien una historia sin importancia donde nos desdoblamos en personajes ficticios con los que se nos hace más sencillo contar nuestras vivencias.

Quizá habría sido mejor no pensar en todo esto. Quién sabe si, a partir de hoy, no seguiré abriéndome de semejante modo.