Gotas de lluvia resbalan incesantemente por los cristales. Una gruesa manta de lana envuelve mi cuerpo por completo, sin dejar aberturas. El viento me pone rojas las orejas. Los calcetines de rombos acaban picando al final del día. Mi prenda de abrigo. Un nesquick se templa en el microondas. Guantes protectores, volver a usar bufanda. Me encanta comprar ropa de invierno. Y libros. Que ya sea de noche, y sólo sean las seis. Me tranquiliza tanto ver caer la nieve, silenciosa, frenética. ¡Oh, un día de sol! Una cafetería acogedora donde recobrar la sensibilidad de los dedos. Cine francés para una melancólica tarde de domingo. Niños tan abrigados a los que sólo se les ven los ojos chapotean con sus botas en los charcos de la calle. Después de pasarme el día en pijama sin que nadie pueda decirme nada, me meto de nuevo en la cama, perdido entre tanta funda nórdica, escondido hasta más allá de la nariz. Antes de salir a la calle, coloco mi ropa en el radiador, para que esté lista al salir de la ducha. Tardes de familia y periódicos. Noche de reyes. Polvorones y mantecados y mil maravillas gastronómicas. Y, sobre todo, adiós, moscas, mosquitos y demás familiares y amigos.
Va a resultar que el invierno no es tan feo como lo pintan...
Va a resultar que el invierno no es tan feo como lo pintan...