11 oct 2011

El valor de la manzana

Tercer ensayo para la asignatura de Claves del pensamiento actual, del profesor J. Nubiola.

Venimos de vivir un acontecimiento que me obliga a plantearme si no seremos en verdad una panda de idiotas. Y me explico. Steve Jobs, magnate de la industria informática y cofundador de Apple, ha fallecido recientemente y el globo entero se declara «huérfano» mientras millones de admiradores lloran su ausencia congregados en las tiendas Apple de las principales ciudades del mundo. Podría decirse que es uno de los raros casos de fenómeno fan que no tienen como piedra angular un cantante, un actor u otra clase de personalidad mediática. No es mi intención, ni por casualidad, frivolizar con el fallecimiento de nadie, pero un suceso tan lamentable ha dado ocasión a que muchos reflexionemos sobre nuevas tecnologías, consumismo y diseño.

Quede claro desde el principio que no soy buen conocedor de la materia. No sé de sistemas operativos y demás palabros que si algún interlocutor trae a colación pido con humildad que se me expliquen. Y sé de buena tinta que mi situación es similar a la de una amplia mayoría de mis coetáneos. Sin embargo, está extendidísimo entre nosotros –no quisiera excluirme– el uso de dispositivos de toda clase, de dubitable utilidad, que se quedan viejos en dos o tres estaciones.

El caso de Apple es llamativo. Son conocidos los distintos modelos de ordenadores, tabletas, teléfonos móviles y reproductores de música que periódicamente la casa renueva con una utilidad exclusiva que deja obsoleta la anterior, nótese la ironía. Cientos de miles de usuarios, sabedores de que en unos meses existirá un modelo actualizado, no dudan en hacer cola para invertir en ocasiones lo equivalente al salario mínimo interprofesional –única fuente de ingresos mensuales de no pocos trabajadores– en un cacharrito nuevo.

Posiblemente algún entendido pueda reprocharme mi ignorancia, alegando la magnífica calidad y el sinfín de utilidades, pero de igual modo podrá hacerlo con el grueso de quienes tienen en su haber alguno de esos dispositivos. Es más, me atrevo a preguntarme si el usuario medio es capaz de sacarles partido y exprimir sus beneficios o, en cambio, los tienen todo el día entre manos para acabar utilizando las mismas facilidades, innecesarias en su mayoría. Me vienen a la cabeza septuagenarios en tiendas de telefonía, concretando que “yo solo lo quiero para llamar y que me llamen”. Para poco más se necesitan, me gustaría decirles. No obstante, seguimos comprando. ¿Por qué?

Digámoslo sin tapujos. Es el diseño. Es la moda. Es el poder. Son las ganas de enseñarlo. De lucir la manzanita. Ya no se lleva lo diferente. Ahora se lleva lo cool, que suele coincidir con lo que más cuesta. No compramos teléfonos, compramos accesorios, como quien compra bolsos o –compraba– sombreros. No compramos reproductores de música, compramos objetos de colección, y acabarán en un cajón muertos de risa en cuanto decida que ya es hora de invertir de nuevo, que ya voy dos modelos atrasado. Es el consumismo llevado al extremo. Ya no es comprar comida de marca, que las necesidades vitales cada uno las atiende como quiere. Ya no es ropa, que de igual modo es más o menos necesaria. Estamos hablando de lujo, de despilfarro, de la más vacía y aparente opulencia.

Como dice aquel, paren que me bajo.

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