18 mar 2009

Érase una vez.

Lo que me dispongo a relatar ocurrió una vez, hace mucho tiempo, en un país muy lejano. El rey de Micomicón no podía olvidar las temibles guerras que habían azotado a su reino tiempo ha. Cada noche, a cada minuto que pasaba sentado en su trono, veníanle a su mente las fatalidades que no pudo evitar, los desastres que no previó, las catástrofes que sobrepasaron sus capacidades. Los más de los días afloraba en sus ojos el llanto. Cada lágrima contenía pequeños trocitos de su gran fracaso.

Por aquella época, el vecino país de Mangucián estaba reinado por un gran estratega que centraba sus esfuerzos en planear las defensas de sus tropas. Había mandado construir en sus aposentos una gran maqueta que representase fidelísimamente cada paraje de sus terrenos, de manera que ningún barranco se le escapase de sus planes por si la temible invasión llegase. Siempre al tanto de tener todo a punto, el rey de Mangucián gastaba sus horas en presagiar los movimientos del atacante y disponer un buen contraataque.

Sucedió que ambos reyes viéronse obligados a avistarse. El enlace del valeroso príncipe de Mangucián con la hermosa princesa de Micomicón llevó a ambos monarcas a entablar una relación que, sin duda, sería próspera para el porvenir de sus respectivos feudos.

Resta decir que el acuerdo entrambos jamás dio fruto alguno. Resultaba imposible que alguien como el rey de Micomicón diera por buenas las condiciones de alguien como el rey de Mangucián, y a la inversa. No por intereses personales, sino por incompatibilidad de caracteres.

Y es que bien es sabido que el equilibrio es la base de toda justicia. Y, en este caso, vivir el presente contrarresta la fijación por el pasado y la preocupación por el futuro.

1 comentario:

Marta González Coloma dijo...

Sabias palabras.

Todo esto me ha recordado a los existencialistas; si bien vivir el presente, sin tener en cuenta ni el pasado ni el futuro, no es bueno del todo, a veces tampoco viene mal...