27 sept 2008

Ella era su todo.

Llegó a tener ese sueño tantas veces en una misma noche que llegó a preocuparse. Nunca había creído en el significado de los sueños, en los oráculos ni en ninguna de esas patrañas, pero ese sueño le traía de cabeza. Cada noche lo mismo. Él, tumbado en la cama, se elevaba unos metros para caer suavemente sobre el colchón. De nuevo, levitaba muy dulcemente para tornar a su cama mullida. Entre idas y venidas, una figura se componía en el borde de su cama. Una mujer, una hermosísima mujer sentada junto a él iba formándose a partir de la nada y, aunque nunca alcanzaba la opacidad, sus rasgos se definían perfectamente sobre el fondo de la habitación. Ella le hablaba, pero su voz sonaba lejana y distante, como proveniente del cielo. No podía entender lo que decía, pero su dulce voz lo cautivaba durante un tiempo que no sabría calcular. Ensimismado, sólo podía contemplar aquella especie de aparición que le había robado cualquier posibilidad de reaccionar. Podría decirse que estaba enamorado de aquel ser incorpóreo.

Llegó a tal punto que creyó ver en esa mujer aquélla que tantas veces había deseado. Aquélla a la que había visto, aquélla con la que se había cruzado. Aquella mujer sin identidad, o con múltiples distintas, que le transmitía algo que le recorría todo el cuerpo. Esa mujer que le recordaba cada día que, aunque la realidad se empeñase en demostrar lo contrario, existía algo por lo que merecía la pena vivir, por lo que no tirar la toalla. ¿Y si la mujer de su sueño fuese, por fin, la única y verdadera? ¿Y si no fuese una señal, sino que fuese ella misma a la que tanto tiempo estuvo esperando?

Esa noche, sin pensárselo dos veces, la esperó para tocarla, para comprobar si de verdad era ella. Quería abrazarla y ver si sentía algo, si algo cambiaba dentro de él. Se incorporó, combatiendo esa fuerza que le obligaba a elevarse y caer entre sus sábanas, y alzó la mano, acercándola a su cara. Sin embargo, cuando sus dedos estaban a apenas unos centímetros de sus labios, se dio cuenta de no podía tocar a esa mujer transparente, pues corría el riesgo de que se convirtiese en humo, desvaneciéndose para siempre, disipándose en el aire, confundiéndose con la nada. No habría nada peor, pues ella para él era todo lo contrario. Ella era su todo.

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